Tardé tiempo en comprender la majestuosidad de la obra. Cuando mis
pensamientos pisaban más fuerte la tierra, una maestra pretendía mostrarme los
kilates de un Quijote. Más que ingenio e hidalguía necesité para leerlo en
aquel entonces. Ahora me sobrecojo de hombros y oprimo los dientes por mi
incompetencia. Pero ¿cómo no ser menor ante la cumbre literaria cervantina?
Su esencia no se percibe de un golpe. Creo que años y un hábito
entrenado en la lectura pueden favorecer el deleite de sus aventureras páginas.
Cuando recordaba la fecha, días antes a este 23 de abril, me propuse vencer la
batalla y el marco del día internacional del español parecía el escenario
ideal.
Del olvidado rincón a la cabecera nocturna, el volumen que apenas
mostraba de dónde era el caballero andante acompañó largas horas de fantasía y
meditación. El sabor de la victoria supo bien esta vez y el entrenamiento
lingüístico fue como salido de la mismísima Real Academia.